EN GUARDIA - EVELYN WAUGH
1
Millicent Blade tenía una cabeza notable de pelo rubio natural; era de carácter afectuoso y dócil, y una expresión que cambiaba, con la velocidad del rayo, de la amabilidad a la risa y de la risa a un interés respetuoso. Pero el rasgo que más le granjeaba las simpatías de la sentimental masculinidad anglosajona era su nariz.
No era una nariz cualquiera; muchos la prefieren en un cuerpo más grande; era una nariz que no atraía a los pintores, porque resultaba excesivamente pequeña y apenas poseía forma, un mero toque de masilla sin aparente estructura ósea; una nariz que impedía totalmente que su dueña fuese altanera, imponente o astuta. No hubiera encajado en una institutriz, un violoncelista, ni siquiera en un empleado de Correos, pero convenía a la señorita Blade perfectamente, porque era una nariz que perforaba la fina corteza superficial del corazón inglés hasta su cálida y pulposa médula; una nariz que remontaba a la virilidad inglesa hasta los días escolares, hasta los golfillos de cara pastosa en quienes había derrochado su primer afecto, y hasta los recuerdos de cambiantes habitaciones, capillas y canotiers estropeados. Es cierto que tres ingleses dé cada cinco se vuelven esnobs respecto a esas cosas con el paso del tiempo y prefieren una nariz que aparente más en público, pero dos de cada cinco es un promedio con el que cualquier chica de modesta fortuna puede sentirse razonablemente satisfecha.
Héctor la besó reverentemente en la punta de la nariz. Al hacerlo, sus sentidos experimentaron vértigo, y en un delirio momentáneo vio la luz declinante de la tarde de noviembre, la neblina fría y húmeda que se extendía sobre los campos de juego; juventud rebosante de calor en la melée; juventud frígida en la línea de banda, arrastrando los pies sobre el enrejado de madera, frotándose los dedos y, cuando en la boca ya no les quedaban migas de galleta, animando al equipo local a un nuevo esfuerzo.
—Me esperarás, ¿verdad? —preguntó él.
—Sí, querido.
—¿Y escribirás?
—Sí, querido —respondió ella, más dubitativa-...a veces. Lo intentaré. Escribir no es mi fuerte, ya sabes.
—Allí lejos pensaré en ti todo el tiempo —dijo Héctor—. Va a ser terrible: millas de intransitable camino ferroviario entre mí y el hombre blanco más cercano, sol cegador, leones, mosquitos, nativos hostiles, trabajo desde el alba hasta el crepúsculo sin ayuda contra las fuerzas de la naturaleza, fiebre, cólera... Pero pronto podré enviarte dinero para que te reúnas conmigo.
—Sí, querido.
—Va a ser un éxito seguro. Lo he hablado todo con Beckthorpe; es el tipo que me vende la granja. Ya sabes que hasta ahora la cosecha ha fracasado todos los años; primero café, luego sisal, luego tabaco, es lo único que se puede cultivar allí, y el año que Beckthorpe plantó sisal, todos los demás hicieron un dineral con tabaco, pero el sisal no se vendió; después plantó tabaco pero entonces tenía que haber cultivado café, y así sucesivamente. Aguantó nueve años. Bueno, Beckthorpe dice que si lo calculas matemáticamente, dentro de tres años tienes que acertar por fuerza la buena cosecha. No sé explicar exactamente por qué, pero es como una ruleta y esa clase de cosas, ya sabes.
—Sí, querido.
Héctor miró la informe y móvil naricita de botón y se extravió de nuevo... «Dale duro, dale duro», y después del partido el olor de los bollos tostándose en el hornillo de gas de su estudio...
2
Esa noche, más tarde, cenó con Beckthorpe, y mientras cenaba crecía su desaliento.
—Mañana a esta hora estaré en el mar —dijo, jugueteando con su vaso de oporto.
—Anímate, muchachote —dijo Beckthorpe.
Héctor se llenó el vaso y paseó la mirada con creciente aversión por el comedor cargado de humo del club de Beckthorpe. El último socio espantoso había salido de la sala y estaban solos ante el bufet frío.
—Te digo que he estado intentando calcularlo. Dijiste que la cosecha buena tenía que venir al cabo de tres años, ¿no?
—Eso es, muchachote.
—Bueno, he revisado ese cálculo y a mí me parece que pueden pasar ochenta y un años hasta que sea la buena.
—No, no, tres o nueve años, o veintisiete a lo sumo.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—Bien... ya sabes que es horrible dejar sola a Milly. Suponte que pasan ochenta y un años hasta que la cosecha es la acertada. Es una eternidad de espera para una chica. Puede aparecer algún sinvergüenza, ya me entiendes lo que quiero decir.
—En la Edad Media solían usar cinturones de castidad.
—Sí, ya lo sé. He estado pensando en ellos. Pero parecen tremendamente incómodos. Dudo que Milly se pusiera uno aunque yo supiera dónde conseguirlos.
—Voy a decirte una cosa, muchachote. Deberías hacerle un regalo.
—Caray, siempre le estoy dando cosas. Las rompe, las pierde o se olvida de dónde proceden.
—Tienes que regalarle algo que siempre tenga a su lado, algo que perdure.
—¿Ochenta y un años?
—Bueno, digamos que veintisiete. Algo que le recuerde a ti.
—Podría darle una fotografía... Pero yo podría cambiar un poquito en veintisiete años.
—No, no, eso sería muy poco apropiado. Una fotografía no serviría en absoluto. Ya sé lo que yo le daría. Le regalaría un perro.
—¿Un perro?
—Un cachorro sano que hubiese superado el moquillo y diera la impresión de vivir muchos años. Incluso ella podría llamarle Héctor.
—¿Tú crees que es una buena idea?
—La mejor del mundo, muchachote.
Así que a la mañana siguiente, antes de coger el tren hacia el barco, Héctor fue corriendo a uno de los almacenes gigantescos de Londres y le condujeron a la sección de animales.
—Quiero un cachorro.
—Sí, señor, ¿qué clase de cachorro?
—Uno que viva mucho tiempo. Ochenta y un años, o veintisiete por lo menos.
El hombre pareció dudar.
—Tenemos algunos cachorros sanos y excelentes, desde luego —afirmó—, pero ninguno tiene garantía. Ahora bien, si es longevidad lo que usted busca, ¿podría recomendarle una tortuga? Viven hasta una edad extraordinaria, y son muy seguras en el tráfico.
—No, tiene que ser un cachorro.
—¿Y un loro?
—No, no, un perrito. Preferiría uno que se llamase Héctor.
Pasaron por delante de monos, gatitos y cacatúas hasta la sección de perros que, incluso a aquella hora temprana, había atraído a un grupito de adoradores extasiados. Había cachorritos de todas las razas en perreras cerradas con alambre, levantando las orejas, meneando el rabo y solicitando atención ruidosamente. Un tanto a ciegas, Héctor eligió un caniche y, mientras el dependiente desaparecía en busca de la vuelta, se agachó para vivir un momento de comunicación intensa con el animal seleccionado. Escrutó atentamente su carita despierta, esquivó un súbito mordisco y dijo con solemnidad profunda:
—Tienes que cuidar a Milly, Héctor. Cuida de que no se case con nadie hasta que yo vuelva.
Y el cachorro Héctor movió el penacho de su rabo.
3
Millicent fue a despedirle, pero, por descuido, se equivocó de estación; tal vez no hubiera importado, sin embargo, porque llegó con veinte minutos de retraso. Héctor y el caniche anduvieron dando vueltas por la barrera, buscándola, y hasta que el tren empezaba ya a moverse no lanzó al cachorro a los brazos de Beckthorpe, con instrucciones de que lo entregara en la dirección de Millicent. El equipaje facturado hacia Mombasa, «necesario en el viaje», descansaba en la rejilla, encima de él. Se sentía muy abandonado.
Aquella noche, mientras el barco cabeceaba y se bamboleaba al sobrepasar los faros del Canal, recibió un radiograma: Tristísima no haberte despedido fui a Paddington como una idiota gracias gracias por cachorro encantador le quiero papá se ha enfadado muchísimo ansiando noticias de la granja no te enamores de una sirena todo mi amor Milly.
En el mar Rojo recibió otro: Cuidado con las sirenas el cachorro mordió a un hombre que se llama Mike.
Después de lo cual, Héctor no volvió a saber nada de Millicent aparte de una tarjeta de Navidad que llegó en los últimos días de febrero.
4
Hablando en general, lo probable era que el capricho de Millicent por un chico concreto durara cuatro meses. Que el proceso de extinción fuese súbito o duradero dependía de lo lejos que él hubiese llegado en ese plazo. En el caso de Héctor, su cariño por él tenía que haber decrecido hacia la época en que se comprometieron; había sido artificialmente prolongado durante las tres semanas que siguieron, en el curso de las cuales Héctor realizó ímprobos esfuerzos, contagiosamente serios, por encontrar un empleo en Inglaterra; y concluyó bruscamente con su partida hacia Kenia. Por consiguiente, las obligaciones del cachorro Héctor dieron comienzo desde los primeros días en la casa. Era joven para su trabajo y totalmente inexperto; es imposible echarle la culpa de su error en el asunto de Mike Boswell.
Mike era un joven que había entablado una amistad nada romántica con Millicent desde el primer día en que ella salió fuera. Él había visto su cabellera rubia a toda clase de luces, dentro y fuera de puertas, coronada con sombreros de modas sucesivas, atada con cintas, ornada con peinetas, grácilmente sembrada de flores; había visto su nariz levantada en toda clase de climas, hasta la había, algunas veces, pellizcado juguetonamente con el pulgar y el índice, y nunca, ni siquiera un momento, se había sentido atraído por Millicent.
Pero difícilmente cabía esperar que el cachorro Héctor lo supiera. Lo único que sabía es que dos días después de haberle sido asignada su misión, observó que un hombre alto, de buen ver y en edad casadera trataba a su anfitriona con una familiaridad que, entre las doncellas de la perrera con las que se había criado, sólo podía significar una cosa.
Los dos jóvenes estaban tomando el té juntos. Héctor llevaba un tiempo observándoles desde su sitio en el sofá, conteniendo a duras penas los gruñidos. La cosa llegó a su cénit cuando Mike, en el curso de una impertinencia apenas inteligible, se inclinó hacia adelante y dio unas palmaditas en la rodilla de Millicent.
No fue una dentellada seria, sino en realidad un mordisquito de nada; pero Héctor tenía dientecillos afilados como alfileres. Fue la repentina y nerviosa rapidez con que Mike retiró la mano lo que causó el daño; maldijo, se envolvió la mano con un pañuelo y, a súplica de Millicent, enseñó tres o cuatro heridas diminutas. Millicent habló severamente a Héctor y tiernamente a Mike, y corrió al botiquín de su madre en busca de yodo.
Ahora bien, a ningún inglés, por flemático que sea, pueden aplicársele unos toques de yodo en una mano sin que se enamore, aunque sólo sea momentáneamente.
Mike había visto la nariz incontables veces antes, pero aquella tarde, mientras la naricita se inclinaba sobre su pulgar arañado y Millicent decía: «¿Le hago mucho daño?», y mientras se elevaba hacia su cara y Millicent decía: «Aquí. Ahora está curado», Mike la vio transfigurada de repente tal como sus devotos la veían, y a partir de aquel momento hasta mucho después de aquellos tres meses de atención que ella le concedió, fue el aturdido pretendiente de Millicent.
El cachorro Héctor presenció todo esto y comprendió su error. Decidió que nunca jamás daría a su ama el pretexto de ir corriendo por la botella de yodo.
5
Su tarea, en conjunto, era sencilla, porque el carácter naturalmente caprichoso de Millicent no necesitaba, por regla general, ninguna ayuda para sacar de quicio a sus galanes. Y además había cobrado afecto al perro. Recibía cartas muy frecuentes de Héctor, escritas semanalmente y que llegaban en remesas de tres o cuatro según los correos. Siempre las abría; muchas veces las leía hasta el final, pero su contenido le impresionaba muy poco, y quien las escribía iba cayendo gradualmente en el olvido, de manera que cuando la gente preguntaba: «¿Cómo está el querido Héctor?», con toda naturalidad le salía esta respuesta: «Me temo que no le gusta mucho el clima cálido, y su abrigo está en muy mal estado. Estoy pensando que le han timado», en lugar de contestar: «Ha tenido un acceso de malaria y su cosecha tiene un gusano negro.»
Aprovechando el afecto que su ama le había cogido, Héctor depuró una técnica para tratar a los novios de Millicent. Ya no les gruñía ni les ensuciaba el pantalón; el único efecto que esto producía era que le echasen de la habitación; descubrió, en cambio, que cada vez era más fácil usurpar la conversación.
El momento del té era el más peligroso del día, porque entonces Millicent estaba autorizada a recibir amigos en el cuarto de estar; en consecuencia, aunque tenía una predilección constitucional por las comidas fuertes y carnosas, Héctor simulaba heroicamente una pasión por los terrones de azúcar. En cuanto dejó esta preferencia bien patente, causara los perjuicios que causara a su estómago, era fácil interesar a Millicent en la ejecución de mañas; el perro mendigaba y «confiaba», se tumbaba como si estuviera muerto, se ponía en el rincón sobre dos patas y levantaba una hasta la oreja.
—¿Qué significa azúcar? —preguntaba Millicent, y Héctor rodeaba la mesa de té, llegaba al azucarero y aplastaba la nariz contra él, mirándolo seriamente y empañando la plata con su aliento húmedo—. Lo entiende todo —decía ella—, triunfante.
Cuando sus gracias fallaban, Héctor pedía que le dejaran salir. El joven se veía obligado a interrumpirse para abrirle la puerta. Una vez en el otro lado, Héctor la arañaba, gimiendo para que le readmitieran.
En momentos de suma preocupación, Héctor fingía estar enfermo: proeza nada difícil después de la importuna dieta de terrones de azúcar; estiraba el cuello, simulando sonoras náuseas, hasta que Millicent le cogía en brazos y le llevaba al vestíbulo, en donde el suelo, con pavimento de mármol, era menos vulnerable; pero para entonces se había destruido una tierna atmósfera y creado en su lugar otra enteramente perjudicial al idilio.
Esta serie de ardides espaciados a lo largo de la tarde e impuestos con mucho tacto cada vez que el invitado daba señales de conducir la conversación hacia una fase más íntima, distraía a un pretendiente tras otro y terminaba alejándoles, frustrados y desesperados.
Héctor se tumbaba todas las mañanas en la cama de Millicent mientras ella tomaba el desayuno y leía el diario. La hora que transcurría entre las diez y las once estaba consagrada al teléfono, y era entonces cuando los jóvenes con los que había bailado la noche anterior intentaban reavivar la amistad y hacer planes para la jornada. Al principio Héctor procuraba, no sin éxito, impedir aquellas citas enredándose en el cable, pero pronto se presentó por sí sola una técnica más sutil y más insultante. Fingía telefonear también. De esta manera, en cuanto el teléfono sonaba, movía el rabo y ladeaba la cabeza hacia un lado de un modo que sabía que resultaba simpático. Millicent comenzaba su conversación y Héctor se deslizaba debajo de su brazo y hozaba contra el auricular.
—Escucha —decía ella—, alguien quiere hablar contigo. ¿No es un cielo?
Entonces acercaba el auricular a Héctor y el joven en el otro lado de la línea oía aturdido una estruendosa serie de gañidos. Esta habilidad agradaba tanto a Millicent que muchas veces no se molestaba siquiera en averiguar el nombre de quien llamaba, sino que descolgaba el auricular y lo aproximaba al hocico negro, de suerte que algún desventurado muchacho a media milla de distancia que, quizá, no se sentía bien a horas tan tempranas de la mañana, se veía reducido al silencio por los ladridos antes de haber dicho una palabra.
Otras veces, los galanes seriamente prendados de la nariz acechaban a Millicent en Hyde Park cuando ella sacaba a Héctor de paseo. Allí, al principio, Héctor se extraviaba, reñía con otros perros y mordía a niños para llamar constantemente la atención de su ama, pero pronto adoptó una actitud más amable. Insistía en transportar el bolso de Millicent. Trotaba delante de la pareja y siempre que estimaba oportuna una interrupción, dejaba caer el bolso; el acompañante se veía obligado a recogerlo y a devolvérselo a Millicent y luego, a petición de ésta, al perro. Pocos pretendientes eran lo bastante serviles para someterse a más de un paseo en estas degradantes circunstancias.
De este modo transcurrieron dos años. Llegaban continuamente desde Kenia cartas plenas de devoción, llenas de pequeños desastres: roya en el sisal, langostas en el café, problemas laborales, sequía, inundaciones, el gobierno local, el mercado mundial. De vez en cuando Millicent leía las cartas en voz alta a Héctor, pero normalmente las dejaba sin leer sobre la bandeja del desayuno. Ella y el perro atravesaban juntos la ociosa rutina de la vida social inglesa. A dondequiera que ella llevase la nariz, dos de cada cinco hombres casaderos caían temporalmente enamorados; en todas partes adonde le seguía Héctor, el ardor amoroso se convertía en irritación, vergüenza y asco. Las madres comenzaban a comentar satisfechas que era curioso que aquella fascinante muchacha Blade nunca se casase.
6
Por fin, en el tercer año de este régimen, un nuevo problema se presentó en la persona del comandante Sir Alexander Dreadnought 7 baronet, miembro del Parlamento, y Héctor comprendió inmediatamente que se hallaba ante algo mucho más formidable que lo que hasta entonces había afrontado.
Sir Alexander no era joven; tenía cuarenta y cinco años y era viudo. Era rico, popular y sobrenaturalmente paciente; era asimismo moderadamente distinguido, copropietario de una jauría de perros de caza de Midland y alto funcionario de un Ministerio; poseía un historial guerrero de insigne valentía. El padre y la madre de Millicent se quedaron encantados cuando vieron que la nariz de su hija empezaba a causar efecto en él. Héctor le tomó ojeriza desde el principio, puso en obra todas las artes que dos años y medio de práctica habían perfeccionado y no consiguió nada. Estratagemas que habían desquiciado a una docena de jóvenes sólo parecían acentuar la tierna solicitud de Sir Alexander. Cuando fue a recoger a Millicent en casa para pasar la tarde fuera, se descubrió que llevaba los bolsillos de su traje de etiqueta llenos de terrones de azúcar para Héctor; cuando Héctor cayó enfermo, Sir Alexander estuvo allí el primero, de rodillas con una página del Times; Héctor recurrió a sus antiguos hábitos violentos y le mordía frecuente y fuertemente, pero Sir Alexander se limitaba a declarar:
—Creo que el pobrecillo tiene celos de mí. Un rasgo delicioso.
Lo cierto era que Sir Alexander había sido perseguido larga y acerbamente desde su misma infancia: sus padres, sus hermanas, sus compañeros de estudios, su suboficial y su coronel, sus colegas políticos, su esposa, su socio, cazadores y secretario de caza, su agente electoral, sus votantes y hasta su secretaria privada de parlamentario la habían tomado, sin excepción, con Sir Alexander, y él aceptaba este trato como una cosa normal. Para él era la cosa más natural del mundo que los ladridos le taladraran los tímpanos cuando llamaba a la muchacha de sus afectos; era un privilegio recoger su bolso cuando Héctor lo dejaba caer en el parque; las heriditas que Héctor pudiese infligirle en los tobillos y las muñecas eran para él cicatrices caballerescas. En sus momentos más ambiciosos, llamaba a Héctor, en presencia de Millicent, «mi pequeño rival». No podía haber la menor duda respecto a sus intenciones, y cuando pidió a Millicent y a su madre que le visitaran en el campo añadió al pie de la carta: La invitación incluye, naturalmente, al pequeño Héctor.
La visita a Sir Alexander, que duró desde el sábado hasta el lunes, fue una pesadilla para el caniche. Trabajó como nunca lo había hecho; ensayó, y ensayó en vano, todos los artificios susceptibles de hacer odiosa su presencia. En vano por lo que atañía a su anfitrión, mejor dicho. El resto de la casa reaccionó estupendamente, y él recibió un puntapié malévolo cuando, debido a su mal comportamiento, se encontró a solas con el segundo lacayo, a quien había conseguido derribar con una bandeja de tazas a la hora del té.
La conducta que a Millicent le había hecho salir avergonzada de la mitad de los majestuosos hogares de Inglaterra se aceptaba dócilmente allí. Había otros perros en la casa; animales viejos, serios, formales, a cuyo encuentro Héctor fue como un rayo; ellos apartaron la cabeza tristemente ante sus ladridos desafiantes, y él les mordió las orejas. Ellos se alejaron melancólicamente con su paso torpe y Sir Alexander los hizo encerrar durante el resto de la visita.
Había en el comedor una excitante alfombra Aubusson a la que Héctor logró causar irreparable daño; Sir Alexander pareció no darse cuenta.
Héctor encontró una carroña en el parque y concienzudamente se revolcó sobre ella —aunque tal acto repugnaba a su naturaleza—, y, al volver, ensució todas las sillas del salón; el comandante mismo ayudó a Millicent a lavarle y trajo sales de baño de su propio lavabo para la operación.
Héctor aulló toda la noche; se escondió y tuvo a media casa buscándole con linternas; mató a varios faisanes jóvenes y realizó una intentona deportiva con un pavo real. Todo lo cual para nada. Es cierto que evitó una petición de mano —una vez en el jardín holandés, otra en el camino hacia los establos y una tercera mientas le bañaban—, pero cuando llegó la mañana del lunes y oyó que Sir Alexander decía: «Espero que Héctor haya disfrutado un poco la visita. Espero verle aquí muy, muy a menudo», supo que le habían derrotado.
Ahora sólo era cuestión de espera. Le resultaba imposible mantener vigilada a Millicent durante las veladas en Londres. Uno de esos días despertaría oyendo a su ama telefonear a sus amigas para comunicarles la buena noticia de su compromiso.
Así fue como, tras un largo conflicto de lealtades, llegó a una resolución desesperada. Había cobrado un gran afecto a su joven ama; cada vez con más frecuencia, cuando la cara de Millicent se había apretado contra la suya, había sentido comprensión por aquella larga sucesión de jóvenes a quienes era su deber perseguir. Pero Héctor no era un mestizo de los que horrorizan en las cocinas. Para el código de los perros bien nacidos lo que cuenta es el dinero. Es al comprador, no a quien sólo te mima y alimenta, a quien se debe la lealtad definitiva. La mano que una vez había contado los billetes de cinco libras en la sección de animales de los gigantescos almacenes, ahora labraba el suelo estéril de África ecuatorial, pero las sagradas palabras del encargo resonaban todavía en la memoria de Héctor. A lo largo de toda la noche del domingo y el viaje del lunes por la mañana, Héctor batalló con el problema; luego llegó a una decisión. Acabar con la nariz.
7
Fue tarea fácil; un mordisco firme cuando ella se inclinó sobre su cesto y la misión fue cumplida. Ella acudió a la cirugía estética y regresó al cabo de unas semanas sin cicatriz ni sutura. Pero era una nariz distinta; el cirujano era un artista a su manera, y, como he dicho antes, la nariz de Millicent no poseía rasgos esculturales. Ahora tiene una hermosa, aristocrática, nariz ganchuda, digna de la solterona en que está a punto de convertirse. Como todas las solteronas, aguarda ansiosamente el correo del extranjero y guarda cuidadosamente bajo siete llaves un cofre lleno de deprimente información agrícola; como a todas las solteronas, le acompaña a todas partes un perro faldero que va para viejo.
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